viernes, septiembre 28, 2012

De sardinas

Lo que siento a día de hoy por las bodas es auténtica aversión. No tiene nada que ver con el rito (por mí, cómo si es judaico), ni con una cuestión trascendental relacionada con el significado y los significantes (que ya ves tú, cómo si hoy algo tuviera que ver con eso), ni nada profundo, vaya. Es más bien aversión del tipo "cómo mi madre me obligó a cenar sardinas todos los días ahora odio las sardinas".
En serio, poca gente me cree, pero es cierto: no recuerdo un solo año de mi vida en el que no haya tenido al menos una boda. Y con "al menos" quiero decir, en el mejor de los años de mi vida. Para mí todos los años tienen Navidad, Verano y cincuenta bodas.
Las he tenido para todos los gustos: eclesiásticas, civiles, diurnas, nocturnas, vespertinas, clásicas, alternativas, íntimas, extra sociales, rurales, urbanas, desérticas, emotivas, graciosas, bonitas y espantosas. Y al final, en todas, se hace más o menos lo mismo, y no me refiero a que al final se casan (rezo a los mayas pr una boda en la que uno de los dos diga "no"), si no a todo lo que conlleva como eterno invitado (no, jamás se me pasará por la cabeza ser protagonista de una) ir a una boda. 
Ropa, peluquería, chapa y pintura, transporte, saqueo económico previo, saludos, conversaciones intrascendentes,cañas, ritos, más saludos, besos, enhorabuenas, conversaciones de mesas, copas, relajación y despiporre. Me lo sé de carrerilla, cada vez que voy a una boda podría cerrar los ojos y dormir porque sé exactamente qué va a pasar, cuando se cae la lagrimilla, cuando llegan las risas, las sorpresas, los momentos emotivos de los novios... cómo el eterno día de la marmota. 
Esto, claro, no significa que no haya disfrutado. He llorado, cómo la que más, y sinceramente. He tenido la suerte de vestir a mis amigas y a mis hermanas y disfrutar de ese momento con ellas. Y me he divertido, al final, en todas o en casi todas. Cómo comer sardinas, si te pones te gustan pero probablemente nunca las elijas y siempre te resistas a comerlas. 
Conclusión, he invertido, personal y materialmente, en bodas por encima de mis posibilidades. Unas veces por obligaciones de unas formas y otras veces de otras pero al final nunca he dicho que no a una boda. Menos este año. Hoy es la segunda a la que digo no. Y los motivos, si me pongo, pueden ser miles pero al final siempre se reducirán a aquello tan coherente que me dijeron que decía no sé qué escritor sobre que "siempre puedes no hacer lo que quieres hacer pero nunca vas a hacer lo que no quieres hacer"
Suena feo pero, algo así hay. He ido a aquellas bodas con las que me compensaba arrastrar mi aversión, incluso a modo de regalo simbólico. Pero llegado a cierto punto, hay compromisos que ya casi no merecen la pena y que, al final, no compensan. 
Así que la crisis, la que sea, va a tener sus cosas buenas, aunque sea ese pequeño placer de no ir a una boda. Cómo si estuviera cambiando las sardinas por jamón. 

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