Confesiones: le tengo miedo a los
zapatos con plataforma. Lo sé porque hoy me he puesto unos zapatos de esos que
me alejan un par de centímetros del suelo y he sentido un sudor frío por la
espalda y la sensación de que hoy no llego a casa sin algo roto, aunque sea la
dignidad.
Hay un por qué.
Hace como unos cinco años
(aclaración: cuando me parece poco tiempo digo “el otro día” y cuando me parece
que ha pasado mucho digo “unos cinco años”, no tiene por qué ajustarse a la
realidad, claro) L. y yo nos fuimos a Lisboa un fin de semana para celebrar que
se L. se casaba (y porque Lisboa nos gusta mucho, mucho). Estos viajes, ya se
sabe, están pensados para hacer de todo en el menor tiempo posible. Turisteo,
sí, pero habrá que salir, beber, el rollo de siempre, aunque sea haces la
maleta con esa expectativa, luego ya se verá. Tampoco es que nosotras hayamos
sido de emperifollarnos pero, oye, siempre que hay que salir y el rollo de
siempre hay que intentarlo. Así que metí en la maleta el glorioso vestido negro
nuncasecuandousarloperoesprecioso y
Los Zapatos, monisisisimos que ya había usado así que NO HABÍA MOTIVO PARA
DESCONFIAR. Cierto es que me los había puesto de cuando en cuando en zonas
seguras de equilibrio, también es verdad que, al menos yo, me veo a mi misma
con una seguridad y una destreza absolutamente alejadas de la triste realidad.
Lisboa es una ciudad preciosa,
las cosas como son, desde que la conocí de rebote hace unos ¿cinco años? (más,
claro, más) no ha dejado de encantarme cada vez que he ido (y me veo allí
jubilada, he dicho) pero claro, es preciosa porque tiene detalles por todas
partes, como en el suelo, tiene un suelo lleno de detalles, os lo aseguro. Es
evidente que no se pueden tener calles bonitas y que velen por el equilibrio, y
más los baldosines lisboetas cuquis (en especial del barrio alto) que será por
culpa de los turistas o las cuestas por las que el agua hará sus estragos, pero
que resbalan como suputamadre.
L. (lo de la inicial es por
vaguería) siempre ha sido diez veces más sensata que yo hasta el mundo de que
le he planteado en múltiples ocasiones que me adopte y me eduque (pero no
quiere, dice), así que se arregló con el optimismo propio de “así de mona voy a
estar toda la noche” pero en los pies se puso algo con lo que sobrevivir aunque
hubiera un terremoto. Yo, que ya sabemos mi distorsión sobre mi misma, me puse
Los Zapatos, que enamoran aunque quieran matarme.
Y así nos fuimos, a cenar en un
restaurante que nos encontramos en una calle de camino al Barrio Alto y después
al ídem a disfrutar de los bares lisboetas. Y allí fu, nada más llegar al
Barrio Alto, en una calle llena de bares, resbalé, el zapato (con su
plataforma) giró a la izquierda, el pie a la derecha, para evitar terminar
analizando de cerca los baldosines me intenté agarrar a L. lo que terminó
siendo más un empujón que un agarrón así que L. resbaló también y terminamos
las dos en el suelo con las faldas en la cintura y un poco confusas sobre qué
había pasado.
La teoría de L. es que soy el
tipo de amiga que si se cae, te arrastra con ella. Yo le dije que no, que ella
era el tipo de amiga que no la importaba caer y perder la dignidad conmigo. El
portero que se acercó a devolverme el zapato que había volado concluyó con un: “¿españolas?”.
Todavía ahora, cuando quedamos y L.
me ve más alta de lo normal (ambas somos hobbits así que esas cosas se notan)
comenta inocentemente “ten cuidado no te vayas a caer y nos caigamos las dos”.
Pero los miedos hay que
superarlos, incluidos los miedos a las plataformas, y aquí estoy, sentada
pensando seriamente en ir descalza a casa cuando salga del trabajo que,
recordando, no sé si tengo edad ya para romperme algo, aunque sea la dignidad.
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